Alberto Anunziato (Sociedad Lunar Argentina)
Hace 50 años el mundo asistía a un espectáculo
inédito. La televisión mostraba en directo a los primeros hombres en pisar la
superficie de la Luna. 50 años… lo suficiente como para tomar distancia y
preguntarnos por el sentido histórico y filosófico de la carrera espacial que
culminó el 20 de julio de 1969. Fue un triunfo ideológico para Estados Unidos,
su bandera ondeando en la distante Luna, la muestra de que eran capaces de
someterse a un esfuerzo económico enorme para vencer a los soviéticos. Una puja
tecnológica y simbólica que Kennedy había hecho suya luego de que los cubanos
lo humillaran en Bahía de Cochinos. Para la URSS fueron todos los primeros
lugares: primer satélite artificial, primer hombre en el espacio, primera mujer
en el espacio, primera caminata espacial, primeros en llegar a la Luna y Venus,
y muchos más. Pero llevar astronautas a la Luna fue demasiado para el gigante
con pies de barro, que 17 años después mostró la faz más oscura de su
tecnología con el desastre de Chernobil. Para los que no somos norteamericanos,
¿cuál fue el sentido de llegar a la Luna? La versión canónica es que es que los
avances científicos del Programa Apolo lo justificaron, pero es lícito
preguntarse si no hubiera sido más barato y efectivo financiar la exploración
robótica, que es la que en estas décadas ha hecho avanzar enormemente nuestro
conocimiento del sistema solar. También es canónico el argumento de que los
avances tecnológicos derivados del Programa Apolo lo justificaron (el más
importante sería la miniaturización de la electrónica). Pero es sensato
preguntarse si no hubiera sido más efectivo investigar directamente esos
avances tecnológicos con fondos que llegaron a más del 5% del presupuesto
norteamericano durante una década. ¿La aventura del Apolo XI no nos dice nada
entonces? Claro que sí, porque resuena con una de las pulsiones más elementales
del ser humano: el deseo de conocer lo desconocido. El sentido de la aventura
lunar, más allá de los avances en el conocimiento del sistema solar y de los
adelantes que colateralmente se produjeron por la carrera espacial, es
profundamente humano. Porque reencontró al hombre con el sentido de la
aventura, de la exploración. Las primeras palabras de Scott Carpenter al pisar la
Luna con la misión Apolo XV son las más representativas de ese pequeñísimo
género textual que son las primera palabras en la Luna: “El hombre debe
explorar”. Y explorar implica el amor por lo desconocido, que es el amor que
sentimos también al mirar por un telescopio, aunque los divulgadores nos digan
que nada nuevo podamos mirar. Así lo expresaba, en “Así habló Zaratustra”,
Friedrich Nietzche: “Sí, soy amigo del mar y de todo lo marino, máxime cuando
me contradice airadamente. Sí me impulsa ese deleite de la exploración que
endereza las velas hacia lo ignoto; sí mi deleite es deleite de navegante; sí,
una vez exclamé exultante: ha desaparecido la costa, se ha desprendido mi
última atadura”. Y el espacio es no tener ataduras. Es seguir adelante por el
honor y el coraje, como el insano Capitán Ahab perseguía la ballena blanca Moby
Dick. Como Ulises quería volver con su esposa Penélope, tuvo que atarse al
mástil de su barco para no sucumbir al canto de las sirenas que lo tentaban a
seguir navegando para siempre, como quisiéramos todos viajar para siempre. Y
quién escucho a las sirenas en el espacio fue Ed White, el primer
norteamericano en realizar una caminata espacial en 1965. Deslumbrado por la
inmensidad de la Tierra y la negrura del espacio, trató de dilatar todo lo
posible la reentrada en la cápsula Gemini, incluso pretendiendo que no
escuchaba las ordenes perentorias del control de misión en Tierra, quienes temían
los efectos de flotar en el espacio, una experiencia nueva. El audio se
consigue en internet y es conmovedor escuchar a White rogar que lo dejaran
quedarse un poco más fuera de la cápsula y luego se rinde y dice antes de
entrar: “Este es el momento más triste de mi vida”, palabras que estaban siendo
transmitidas en directo por la radio.
La empatía universal de esos días de julio de 1969 se
explica por la admiración que suscitan los que afrontan desafíos extremos en la
soledad más absoluta. Los niños de los ’70 soñábamos con ser exploradores o
astronautas porque se adentraban en lo desconocido. El aura triunfal de los
astronautas se perdió con las soporíferas misiones de los transbordadores y de
la estación espacial, en las que incluso los riesgos reales se minimizaban
discursivamente. Pero los astronautas de los dorados ’60 y ’70 se jugaban la
vida y eran conscientes de estar en un lugar privilegiado.
Cuando revisitamos los años de Apolo, lo que hacemos
es soñar con escuchar el canto de las sirenas y seguir viajando para siempre,
como Yuri Gagarin, como Neil Armstrong, como Ed White, como Ulises.
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