(Marcelo Mojica - Club de Astronomía Icarus)
Un viaje entre luces, sombras y misterio
Observar la Luna es, desde tiempos antiguos, un
acto profundamente humano. No importa cuántos telescopios modernos fabriquemos
ni cuánta ciencia sepamos: cuando la luz plateada del satélite se derrama sobre
nosotros, sentimos una mezcla de asombro, quietud y una especie de llamado
interior difícil de explicar. En las fiestas de las estrellas, donde
compartimos telescopios con el público, esa emoción se hace evidente. Siempre,
sin excepción, alguien pregunta: “¿Y cómo se ve la Luna llena?” Y entonces
explicamos que, la fase creciente es la mejor para apreciar los relieves
lunares, pero la Luna llena también tiene secretos que solo ella puede revelar.
En fase creciente —especialmente entre el cuarto
creciente y la gibosa creciente— el famoso “terminador”, esa línea que separa
noche y día en la superficie lunar, proyecta sombras largas sobre cráteres y
montañas. Esas sombras actúan como pinceles que delinean cada relieve,
permitiéndonos ver profundidad, altura y textura. Es por esto que los
aficionados solemos recomendar verla en estas fases: el paisaje lunar cobra
vida tridimensional. Sin embargo, la historia no termina ahí. La Luna llena,
tan criticada por los astrónomos aficionados por “aplanar” la superficie con su
iluminación frontal, esconde detalles que ninguna otra fase permite ver con
tanta claridad.
Primero están los rayos, esas líneas luminosas que irradian violentamente desde
algunos cráteres jóvenes. En fases de iluminación oblicua suelen perderse entre
sombras y contrastes, pero en Luna llena se vuelven espectaculares. El mejor
ejemplo lo encontramos en Tycho,
Fig.1, ubicado en el hemisferio sur lunar, aproximadamente a unos 43° de
latitud sur y 11° de longitud oeste. Su sistema de rayos es el más extenso y
brillante de toda la superficie visible: una explosión congelada en el tiempo.
Durante el cuarto creciente sus bordes aparecen nítidos y profundos, pero los
rayos no se aprecian del todo. Solo cuando la Luna está completamente
iluminada, Tycho despliega su corona blanca, como una estrella incrustada en el
suelo selenita. [1]
Fig.1.- Se observa Tycho, sus rayos y los círculos
concéntricos claros y oscuros. Refrc.
72mm APO
Otro gigante es Copérnico, Fig.2, situado cerca del centro-oeste lunar, alrededor
de 10° norte y 20° oeste. En fase creciente —especialmente unas dos noches
después del primer cuarto— Copérnico es una obra maestra de luces y sombras:
sus paredes en terrazas y su pico central resaltan con un relieve
impresionante. Pero en la Luna llena ocurre algo distinto: Copérnico parece
brillar con una energía propia. Sus rayos cortos pero intensos y el brillo de
su entorno lo convierten en uno de los cráteres más llamativos del disco lunar,
incluso con binoculares. [1]
Fig.2.- Se pueden observar los cráteres Kepler, a la
izquierda, y Copernico con sus rayos.
Mak de 90mm
Más hacia el oeste encontramos Kepler, Fig.2, ubicado cerca de los 8°
norte y 38° oeste. Kepler es más pequeño que Copérnico, pero sus rayos son
extraordinariamente luminosos. En fase creciente se aprecia como un cráter
definido, con un interior oscuro y bordes brillantes; sin embargo, en la Luna
llena sus rayos resaltan con una claridad casi simbólica, como si alguien
hubiera derramado tinta blanca desde su centro hacia los mares circundantes. [1]
Mención especial merece el par de cráteres Messier y Messier A, situados en el Mare Fecunditatis, Fig.3, a unos 2°
sur y 48° este. Se trata de una pareja intrigante: dos cráteres elongados y
asimétricos que parecen haber sido formados por impactos rasantes. En fase
creciente, cuando el terminador los ilumina de lado, se revelan sus peculiares
formas alargadas, como marcas de garras sobre una superficie suave. Pero es en
Luna llena cuando se produce la verdadera sorpresa: desde estos cráteres emerge
una doble estela brillante, un par de rayos paralelos que se extienden hacia el
este con una simetría que desconcierta al observador. Estos rayos apenas se
insinúan en creciente o menguante, pero en Luna llena aparecen como trazos
nítidos y fantasmales. [1]
Todas estas estructuras —Tycho, Copérnico, Kepler,
Messier…— nos recuerdan que la Luna no es un simple disco luminoso, sino un
mundo antiguo moldeado por fuerzas violentas. Cuando la vemos en creciente, la
Luna nos habla del relieve, de la altura, de la topografía. Cuando la vemos en
llena, nos habla del tiempo geológico, de explosiones colosales y de materiales
eyectados que viajaron cientos de kilómetros.
Durante nuestras observaciones públicas, solemos
jugar con esta dualidad. Mostramos los cráteres primero entre sombras y luces,
explicando cómo la oblicuidad de la luz solar resalta las paredes, suelos y
picos centrales. Luego invitamos a comparar ese mismo paisaje bajo la luz
frontal de la Luna llena. Algunas personas se sorprenden al notar que ciertos
detalles desaparecen, pero otros surgen con intensidad: los relieves se
aplanan, sí, pero aparecen patrones de albedo que revelan la composición
superficial y la historia del impacto.
En especial, y debe ser mencionado, que los bordes de los cráteres están
perfectamente delineados cuando nuestro satélite natural se muestra en fase de
llena. Fig4.
Fig.4.- Región central de la Luna ("Bahía del
Medio”) mostrando la forma de los cráteres. Mak 90mm
A pesar de todo el análisis, nunca falta el toque
místico. Cuando la Luna llena se asoma en el ocular, la gente suele guardar
silencio. Tal vez porque ese brillo total nos recuerda a las antiguas leyendas,
o quizá porque la iluminación completa crea un efecto de perfección circular
que toca algo profundo en nuestra mente. Es un instante en que la ciencia
conversa con la emoción, y en esa conversación todos salimos ganando.
Para las imágenes que acompañan este artículo utilicé
dos telescopios, un Refractor Sky-Watcher
Evostar APO de 72mm de apertura y una focal de 420mm con barlow 2X y un Maksutov Meade, de 90 mm de apertura y 1200mm
de focal, equipado con un compresor
0.5X Orion para ampliar el campo y capturar regiones más extensas del
disco lunar. Estos pequeños instrumentos, compactos y accesibles, demuestran
que no se necesita un gran observatorio para adentrarse en los secretos
selenitas. Basta un poco de paciencia, un cielo despejado y el deseo de
asomarse a otro mundo.
Observar la Luna —ya sea en creciente, llena o
menguante— es volver a conectar con la esencia misma de la astronomía: mirar
arriba para comprender abajo. Cada fase nos regala un paisaje distinto, una
historia distinta, una emoción distinta. La Luna creciente nos muestra la
forma; la Luna llena nos revela el brillo. Ambas se complementan, como dos
capítulos de un mismo libro arcano.
Por eso seguimos mirando la Luna. Por eso seguimos
invitando a la gente a mirarla. Y por eso este artículo se titula: “Por qué Observar
la Luna en fase llena - II”: porque siempre hay un nuevo motivo para volver a
levantar la vista hacia la luz que desde hace milenios acompaña nuestras
noches. Y lo mejor es que cada mes
tenemos la oportunidad de hacerlo.
Bibliografía
1.
Virtual Moon Atlas
V8.2. Freeware




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