Por Alberto Anunziato (Sociedad Lunar Argentina)
Arno Penzias y Robert Wilson delante de la antena con la
que detectaron el eco del “Big Bang”, lo que les valió el Premio Nobel de
Física en 1978.
Arno Penzias y Robert Wilson trabajaban como técnicos de la Bell Telephonic en
una antena diseñada para mejorar las comunicaciones por satélite. En un
principio se recibían las comunicaciones del satélite Eco I, lanzado en 1960.
Cuando este trabajo dejó de ser necesario, ambos técnicos modificaron la antena
y la transformaron en el radiotelescopio de mayor poder de recepción de la
época, con el propósito de continuar su trabajo de tesis, que consistía en el
relevamiento de la intensidad de fuentes de radio-energía provenientes del
espacio, con aplicaciones tanto en el desarrollo de la comunicación por
satélite como en la radioastronomía.
El 20 de mayo de 1964 notaron una contaminación, un “ruido
de fondo”, una señal de 4080 MHz con una longitud de onda de 7,35 cm que no
cesaba nunca. Durante varios meses se dedicaron a descartar posibles orígenes
de la intrigante señal, tanto extraterrestres (escudriñando posibles fuentes en
la Vía Láctea )
como terrestres (desde las señales provenientes de la ciudad de New York hasta
el excremento de un par de palomas que habían nidificado en la antena). No
encontraron ninguna explicación para la persistente señal uniforme e invariable
que encontraban apuntasen donde apuntasen su radiotelescopio, una radiación que
correspondía a una temperatura de 2,725 Kelvin.
En esa época el modelo cosmológico que explica el origen
del universo a partir de una explosión inicial (“Big Bang”) competía en
desventaja frente a la teoría del estado continuo, el llamado “modelo
estacionario”. Según este modelo cosmológico el universo no tuvo principio ni
tendrá fin, lo que se observa ahora es lo mismo que se observó antes y lo mismo
que se observará siempre. ¿Cómo se condice esto con la expansión del universo,
comprobada por Edwin Hubble en 1929 cuando descubrió que la velocidad con que
las galaxias se alejan en todas direcciones es proporcional a la distancia en
que se encuentran del observador? La teoría del estado continuo decía que al expandirse
el universo disminuía la densidad de la materia y a la vez se creaba nueva
materia que compensaba dicha disminución (se calculó que se debe crear un átomo
de H por Km3 por siglo). Esta nueva materia se crearía de la nada.
Esta teoría se adaptaba muy bien a los datos proporcionados
por la observación de ese entonces. Y tan fuerte era el paradigma cosmológico
hoy olvidado, que el mismo Einstein introdujo su trampa teórica más famosa, la
“constante cosmológica” para que sus descubrimientos cosmológicos fueran
compatibles con el modelo cosmológico estacionario de un universo estable y
eterno. Por supuesto, ambos modelos cosmológicos tenía implicancias
filosóficas. El modelo estacionario de un universo eterno, sin comienzo,
resolvía un problema filosófico primordial. Las explicaciones creacionistas del
universo eran resistidas por la filosofía griega y romana. Al concebir a Dios,
o a los dioses, como seres perfectos, éstos no podían estar sujetos a cambios,
cambios que eran propios del mundo de los mortales, dominado por la necesidad y
la materia. Si el universo era creado, debió existir un periodo de tiempo en el
que no existía (el tiempo era considerado como algo ajeno a la materia, porque
todavía no había nacido Einstein) y luego los dioses decidieron que existiera.
Pero los dioses no podían haber actuado por capricho, y motivos para crear el
universo no tenían. El cristianismo pudo soslayar la cuestión porque siempre
predicó un Dios que puede tomar decisiones cuando le place sin rebajar su
majestad, por eso es que el modelo cosmológico de un universo con inicio era
resistido por la ciencia por la posibilidad de que se lo comparara con el
relato bíblico de la creación. Y para colmo, dos físicos llegaron al mismo
resultado de manera independiente: las ecuaciones de Einstein implicaban un
universo en expansión: Alexander Friedmann y el sacerdote belga y
astrofísico Georges Lemaître, sentando los pilares de lo que ahora conocemos
como “teoría del Big Bang” (nombre que se debe al físico Geroge Gamow).
Einstein no se lo tomó muy bien, por cierto.
La cómoda explicación del modelo
estacionario recién comenzó su real declinación cuando se descubrieron los
primeros quásares en 1963. Los quasares (agujeros negros súper masivos en el
centro de algunas galaxias) son muy lejanos, a medida que se observa más allá
en el espacio su número aumenta y luego comienza a disminuir (formando como una
nube). Esto demostraría que el universo no fue siempre igual.
Volvamos a Penzias y Wilson. El primero mencionó
casualmente sus investigaciones radioastronómicas y la extraña señal
omnidireccional en una charla con un físico, quien le sugirió reunirse con el
grupo de cosmólogos de la
Universidad de Princeton que estudiaban la teoría del Big
Bang, encabezados por Robert Dicke. Ellos fueron quienes descubrieron las
implicancias teóricas del descubrimiento casual: se trataba del calor
primordial proveniente de la explosión inicial que dio origen al universo, el
“santo grial” de la cosmología, que solo existía como concepto teórico. La
enorme cantidad de radiación de calor desencadenada por la explosión se fue
enfriando paulatinamente, desde los 10.000 millones de grados iniciales hasta
unos pocos miles de grados (la temperatura del sol), temperatura que permitió
la formación de los átomos. La evolución continuó, el universo se expandió
y en esa expansión el calor primordial
se fue enfriando hasta hacerse casi imperceptible. Pero ese terrible calor no
podía haber desaparecido.
Lo que Penzias y Wilson descubrieron por casualidad es lo
que hoy se conoce como radiación cósmica de fondo, el vestigio de la explosión
primordial que los partidarios del “Big Bang” buscaban. Ese brillo, ese calor
debilitado que los radiotelescopios pueden percibir en cualquier dirección a
que apunten sus antenas y que no está relacionado con ningún objeto astronómico
es lo que Paul Davies llama “un testimonio inofensivo del fiero nacimiento del
universo”. En el modelo estacionario no había lugar para dicha radiación
uniforme, por lo que sin saberlo también generaron un cambio de paradigma
cosmológico que permitió que la teoría del Big Bang se impusiera
definitivamente. En 1992 se descubrió que la temperatura de la radiación
cósmica de fondo no es absolutamente homogénea; hay lugares en el universo que
son más calientes que el resto, remanentes de las pequeñas perturbaciones en el
plasma primordial que originaron las estructuras galácticas que vemos hoy. Esas
diferencias de radiación fueron confirmadas por los satélites norteamericanos COBE
y WMAP y por la sonda europea Planck.
El modelo estacionario se ahorraba la pregunta acerca del
porqué del inicio, por lo que era más “confortable”. Pero la teoría del Big
Bang ofrece una serie de interrogantes fascinantes que son los que fundan la
cosmología moderna. Y gran parte de ello se lo debemos al paciente trabajo de
dos radioastrónomos que pudieron encontrar el resplandor de la creación.
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